23 nov. 2024

“Mi vecino, el torturador”

“Los derechos humanos deben ser respetados los 365 días del año”, dice Guillermina Kannonnikoff, una mujer a quien la dictadura de Stroessner arrebató su esposo y su libertad.

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Guillermina Kanonnikof tiene hoy 60 años y la indignación en la voz. Reconoce a Eusebio Torres como uno de sus torturadores durante la dictadura de Alfredo Stroessner: un régimen que duró en Paraguay más de tres décadas.

Hace unos días, Guillermina se enteró que Torres recibió un reconocimiento del Ministerio del Interior y sintió que la volvieron a golpear con los látigos y le reabrieron las heridas.

Recuerda ese día como si fuera ayer. Ella tenía 22 años y su hijo, Manuel, ocho meses. Ambos llevaban más de once meses presos juntos y se encontraban en el Penal de Emboscada. El bebé ya gateaba, pero ese día amaneció con fiebre, diarrea y vómitos.

Guillermina se desesperaba, lo abrazaba y lo acurrucaba. Los guardias irrumpieron y le ordenaron que se prepare porque le iban a dar su libertad. Por momentos, se alegró pero sus experiencias anteriores y su percepción le hacían temer lo peor. “Era una mentira, era un engaño, me llevaron a Investigaciones”, recuerda.

“Yo había solicitado un médico para que le pudiera atender a mi hijo. Entonces, Eusebio Torres, con látigo en mano trataba de hacerme firmar papeles en blanco, me decía que no iba a tener ninguna atención para mi hijo, mientras no firme los papeles en blanco”, relata.

“Si es que algo le llega a pasar a mi hijo, ustedes van a tener que responder por dos cadáveres”, gritó entonces Guillermina con toda la fuerza de una madre desesperada. Ya sabía que habían asesinado a su marido: Mario Shaerer Prono.

La policía stronista detuvo a Mario y Guillermina en abril de 1976. Ella estaba embarazada de siete meses. Antes de que les tomaran los uniformados, se abrazaron y se juraron que nunca delatarían a nadie y que ni una persona iría a la cárcel “por boca de ellos”.

Este era un día más de tortura. Ella se negó a firmar los papeles en blanco y la volvieron a tirar a patadas en el piso y luego de zarandearla, la llevaron al fondo, donde los policías desayunaban en el departamento de Investigaciones, sobre la calle Presidente Franco.

Allí, Lidia de Franco estaba de cara hacia la pared. Le habían traído, con el Operativo Cóndor, desde Argentina. Detrás de una puerta, Guillermina vio esposado y engrillado, a Domingo Rolón.

Toda la familia de Domingo estaba en Emboscada, pero Martín Rolón había sido ajusticiado por la Policía y creían que Domingo estaba a salvo porque estaba en Argentina. Recién años después entenderían que mediante el Operativo Cóndor, las dictaduras de Latinoamérica tenían potestad de rastrear a un perseguido en otra dictadura e intercambiar los prisioneros.

Guillermina recuerda con exactitud cada uno de los detalles, los rostros y los nombres. “Tengo grabado, las fechas, las horas, las situaciones porque hice un esfuerzo infrahumano de recordar todos los detalles, que significa mucho dolor; es un compromiso recordar todo y cada una de las cosas, para contarla y para que no vuelva a pasar nunca más. Consideraba tan grave lo que estaba ocurriendo que alguien debía contarla. Es por eso también que nunca me niego a una entrevista, porque siento que es una obligación de los sobrevivientes, contar la historia desde los protagonistas” afirma.

Vive en el mismo barrio de su torturador

Una vez que dio a luz en la cárcel, a Guillermina le contaron que su marido fue asesinado. Sufrió, lloró, se desesperó, pasó noches y noches sin dormir, pero tenía un puente hacia la alegría, un puente hacia la vida: Manuel. Entonces, se juró a sí misma que lucharía por mantener la memoria de Mario, pero para eso, debía recuperarse como mujer, debía recomponerse de la muerte y la tortura. Cuando apenas salió de la cárcel, a finales de 1977, Guillermina estaba destrozada; volvió a vivir con sus padres. Dejó toda relación con la política y se metió a terminar la carrera de psicopedogogía en la Universidad Católica. Apenas egresó de la universidad, viajó a España donde se encargaba de la tutoría de adolescentes. Pasaron dos años y ella sentía la necesidad de volver al lugar desde donde fue extraída, a recuperar la memoria de Mario, a recuperar la casa donde vivieron juntos. Cuando llegó a Paraguay, fue nuevamente detenida y llevada al Buen Pastor, en calidad de depósito. Después de unos días, recuperó su libertad.

Guillermina y Manuel volvieron a la casa, limpiaron y ordenaron todo, juntos. A ella le volvieron los recuerdos, pero sentía que Mario perdió la vida con dignidad, que lo asesinaron por no querer delatar a otros y que él estaría orgulloso de ella, que pudo salir con vida, sin haber, “por su boca”, causado la detención de otra persona. Guillermina y Manuel, que por entonces tenía entre cinco a seis años, salieron un día a la calle Palma de paseo. Allí, se encontró con Raúl Monte Domeq. Se enamoraron. Él le ayudó a criar a Manuel y a recuperar la memoria de Mario Shaerer Prono.

Pero nada fue fácil, Eusebio Torres vive en su barrio y conoce su casa. “Pasaba frente a mi casa con altivez, en época de dictadura y post dictadura, hasta que se le querelló, porque el doctor Carlos Arestivo quedó lisiado de un ojo por sus latigazos. Eusebio Torres usaba muy bien el látigo, y le llegó a sacar un ojo a Carlos Arestivo. Carlos Arestivos le hizo una querella”, explica.

“Cuando vi que le entregaron un diploma, sentí una tremenda indignación. Ni siquiera la presencia en los periódicos de los torturadores como Kururu Piré, Camilo Almada Morel o Juan Martínez causaron en mí esta alteración, esta sensación de impotencia”, explica.

Todos los citados fueron querellados por asesinato en dependencias policiales de Mario Shaerer Prono y fueron condenados con la pena máxima de 25 años, que era lo que el Código Procesal Penal en ese entonces (1989-después de la caída de Alfredo Stroessner).

“¡Loca, loca!”

Con el tiempo, Guillermina debió acostumbrarse a la presencia de Eusebio Torres en el barrio. Siempre que iba al supermercado o la misa, debía pasar por la desagradable mirada del hombre que la golpeaba en las dependencias policiales. “Me encontré con él en los supermercados. A la misa y todo se va este caradura, mira con una soberbia, como diciendo, “alguna vez vas a caer en mis manos”. Este es un caradura de novela. Yo cada vez que le veo le grito: torturador, asesino”, dice.

Hace unos diez años, Guillermina y Raúl llegaban a un supermercado de Sajonia, cuando de repente Fernando Massi, también víctima de la dictadura stronista, exclamó: “Ahí está Eusebio Torres, vamos a escracharlo”. “Yo me fui con todas las ganas, porque quería enfrentarlo, pero al llegar, no pude, porque le vi a su hija embarazada parada a su lado. No pude, porque para mí eso sería inhumano de mi parte tener que hacerle pasar a ella, estando embarazada, una situación como la que iba a vivir gritándole yo ¡¡torturador y asesino!” a su papá. Por más que lo sea, su hija no tiene la culpa. Esa es la diferencia entre ellos y nosotros. Estando yo embarazada, ellos me garrotearon y casi perdí a Manuel por las patadas que recibí, y sin embargo, nosotros no somos capaces de escracharlo estando su hija de por medio, nosotros no tenemos derecho de hacerle pasar mal a ella”, sostiene.

Hace poco, Guillermina estaba con otra mujer, la viuda de Jorge Zavala y se encontró, de nuevo, a Torres. “Este es un torturador”, gritó ella. “El hombre salió corriendo, pero su esposa se quedó a gritarle: “Loca!, Loca!”.

"¿Por qué reaccionamos nosotros con escraches? Porque hay un derecho que todavía es una deuda: la justicia”, reflexiona.

“Los derechos humanos no son una concesión graciosa, es algo con lo que nacemos y nadie nos puede quitar. Son derechos con los que nacemos, derecho la vivienda, derecho a la libertad, derecho al trabajo. Todos los derechos políticos, civiles, sociales, culturales, deben ser respetados. Pero hoy en especial, me gustaría que se haga una recordación hacia lo que significa apuntalar una sociedad con sus instituciones dentro de un sistema democrático. Los derechos humanos en primer lugar tienen que significar justicia, y eso no significa perdón ni olvido. Para que haya paz, como dice la declaración de los derechos humanos, tiene que haber vigencia de las libertades, tiene que haber justicia. Porque una sociedad sin justicia, no va a tener nunca paz”, concluye.